La tragedia de la gota
El cielo amanecía como todos los días, siempre a la misma hora y vestido de índigos; azules mustios, y naranjas resplandecientes. Todos los días, pero éste no. Hoy se veía en claroscuros tintes marinos, nubes desgajadas y trozos de azul distraído. Y abajo el tiempo permanecía dormido, excepto para una gota que tiembla en su letargo. Aquella gota, como atontada, una gota de agua como pocas; brillante y azul, iba rodando sobre la hoja verde y coruscante, color vida con orillas doradas; yo desde aquí puedo verle las venas. Hilitos amarillo y ocres latiendo, palpitando con el torrente sanguíneo lleno de savia. Y la gota va rodando y no.
Llega a la punta de la hoja y se arriesga a la caída. Cayendo es inmensa en su fragilidad, escucho el silbido del viento y a la gota tratando de no despedazarse con el aire, y se abraza, se prepara para el golpe, se hace bolita y por fin llega al triste suelo. La tierra es fértil, café y húmeda, huele a algas, petricor y verdes; huele a verdes en todos sus tonos.
Y lluvia, huele a lluvia.